Lineas blancas por todas partes, billetes de un dolar enrollados encima de la mesa. Estamos todos juntos, todos estamos bien. Se nota en el ambiente el pegajoso calor del verano, como si hubiéramos pasado la noche con alguien arropado.
No sabemos si amanece o atardece, si hace frío o calor para ponernos algo encima. Estamos pegajosos de los unos de los otros. La vida es como una tarde de verano, infinita, somos el sábado eterno con el que sueñan algunos.
Ya ni siquiera recordamos cuándo empezó todo esto, cuándo dejamos de seguir una rutina de vida para meternos en una rutina en la que ya no tenemos vida. Han pasado ya... ¿Varios años, varios meses...? Era como vivir mirando el crepúsculo sobre hamacas en un paradisíaco lugar en medio de ninguna parte, esperando que el sol se pusiera y llegara la noche. Pero esa noche nunca llegaba, el sol nunca desaparecía, se limitaba a mirarnos de forma cansada como si quisiera aguantar todo lo que pudiera antes de llegar a desaparecer.
Era bonito mirar a ese sol, era bonito mirar de lejos nuestra antigua vida. Las luces naranjas nos impedían volver la vista atrás e imaginar el cielo azul que era lo que habíamos vivido. Pero no importaba, era más bonito imaginarte algo nuevo, imaginar que antes los diamantes fueron nuestros mejores amigos o que olíamos a perfume caro durante todos los días. Champán y billetes que se derrochaban día tras día y que solo tenían el uso de cambiarse por cosas. Eran bonitos esos días en los que los billetes solo tenían ese uso. Es gracioso que te den un trozo de papel que después tiene que ser cambiado. Se supone que el papel vale para muchas más cosas.
El colchón donde nos tumbamos es nuestro nuevo hogar. Ya es como si fuéramos animales, no necesitamos apenas nada. Solo pasamos el día comiendo pomelos, esa fruta que cada día me parece más y más de animales. No nos gustan las naranjas, una naranja es una fruta de personas. Una naranja la pelas y al comerla te manchas con su zumo, es una fruta para tomarla tranquilamente, tomarla en apenas unos instantes y seguir con tu vida. Con un pomelo no pasa eso, pelar un pomelo es en sí uno de los actos más puros que existen. El pomelo es la naturaleza en sí misma. No puedes sentirte solo si estás comiendo un pomelo.
Son muchas las costumbres que hemos adquirido. Hemos aprendido a mirar el mundo de otra manera, a conformarnos con casi cualquier cosa. Ahora es como si los objetos tuvieran vida propia, una personalidad arrebatadora y encantadora que nos incita a amarlos y quererlos como si fueran nuestros amigos. Ya ninguno imaginamos nuestra vida sin ese espejo de mano color rosa y decorado con pegatinas de princesas.
Ese espejo es ahora especial por mucho que esté deteriorado, por mucho que cueste ahora ver nuestros reflejos. Una capa de polvo blanco mancha e impide ver nuestro reflejo, puede que sea mejor así. Antes éramos hermosos, antes podíamos haber hecho cualquier cosa, antes queríamos encontrar el amor. Éramos como esas pegatinas que decoraban el espejo, dulces princesas que podían haber sido amadas por todo el mundo. Ahora nuestro rostro no tiene siquiera nombre, es inútil describirnos, supongo que solo basta con decir que no se asemeja al de las princesas, aunque suponemos que en el fondo el mundo nos ama de su propia forma.
Realmente el crepúsculo es bueno para nosotros. Durante el crepúsculo estamos tranquilos, la noche ya no es buena para nosotros. Hubo un tiempo que sí lo fue, un tiempo donde ese espejo rosa se convirtió en nuestro mejor amigo. En esos días no existía un atardecer infinito. Durante esos días los tiempos eran normales. Nos levantábamos a las dos de la tarde con una sonrisa en el rostro, nos esforzábamos durante las horas de luz en hacer cosas reales, en sentirnos parte del mundo al que estábamos dando la espalda. Luego durante la noche podíamos volver a nuestro mundo de irrealidades, esa oscuridad en la que tanto habíamos aprendido a confiar.
Éramos compañeros, éramos los más felices, o al menos eso nos gusta recordar. La noche ofrecía todo lo que nunca hubiéramos deseado y éramos tan amigos que sabíamos que podíamos controlarlo. Cada noche las luces eran más bonitas, las copas nos sabían mejor y la música parecía entendernos aún más. Ese mundo era nuestro, independientemente de que hubiera más gente alrededor nuestro. Todos podíamos ser amigos, todos estaban en su propio viaje en busca de nosotros mismos. Es increíble lo mucho en común que teníamos con todas esas personas con las que nunca llegamos a hablar. Y es que ni si quiera nos hacía falta hablar.
El espejo rosa cada vez estaba más y más sucio, ya apenas nos mirábamos al espejo. Ya no lo necesitábamos, ya no queríamos saber más de nosotros mismos. Ahora éramos un conjunto de gente, compartíamos todo, no queríamos nada. Solo nos preocupaba manchar más y más aquel espejo.
Era bonito porque vivíamos en el Paraíso, era bonito porque ya no nos alejábamos de él. Cuando nos echaron de nuestra casa fuimos a buscarnos la vida junto a nuestro espejo rosa. A ninguno de nosotros nos importó dejar todo aquello atrás. Sabíamos que acabaríamos encontrando algo tan bonito como esas hamacas de las que os hablaba antes. Las hamacas y los colchones serían quienes cuidarían de nosotros ahora, nuestros refugios donde pasar las resacas. Serán ellos quienes se encarguen de que estemos cómodos, de que solo tengamos que preocuparnos por observar este gran crepúsculo que es ahora nuestra vida.
Decimos que ya no necesitamos amor, que ya no necesitamos cariño, pero no paramos de comer pomelos en un intento por no sentirnos tan solos. Pero sentirse solo no sirve de nada, sentirse querido tampoco sirve de nada. Es mejor comer pomelos.
A veces recuerdo mi vida anterior, a veces recuerdo cuando tenía ganas de hacer cosas reales. A veces recuerdo lo mucho que me importaba mi aspecto, lo rutinario que era arreglarme para ir a algún lugar, preocuparme por peinarme y cortarme el pelo, decidir qué ropa me iba a poner. Era bonito hacer cosas reales, comer a horas normales en una gran mesa con un mantel elegante en un lugar donde las luces brillan. Allí no me hacía falta recoger pomelos de la basura.
No sé porqué empecé a hacer esto, por qué quise huir de todo lo que todo el mundo ama. Supongo que fue porque llegó un punto donde no podía soportarlo, donde ocurrió algo que hizo que todo mi mundo supiera a soledad. Un punto donde mis respiraciones se volvieron muy muy fuertes y los momentos donde no saber si llegaría a salir del baño vivo se volvieron inaguantables.
No sé si fue porque te echaba de menos, no sé si fue porque no me veía ni me veo lo suficientemente fuerte como para disfrutar de lo que se supone que es bueno. En ese momento aparecieron ellos y comprendí que pasarme las horas apoyado en la pared del baño con lágrimas en los ojos no iba a solucionarme nada, que debía seguir intentando olvidar, aunque la solución no fuera la más apropiada.
Y a veces pienso en todo lo que no necesito, todo lo que la mayoría de la gente que conocía quería conseguir. A veces creo que vivo en el Infierno, que este Paraíso no es el correcto, que estos compañeros de viaje me arrastraron a este punto donde a veces me veo morir. Los miro a ellos, veo a una chica con una corona de plástico en la cabeza que ya ha pedido ya sus joyas de plástico. Se la ve feliz, ella se cree una princesa, pienso que todos podemos ser lo que siempre hemos querido, puede que ella sea la reina de las nubes. Pero en algunos momentos, cuando creo que el crepúsculo da una luz diferente, pienso que nos equivocamos, que este Paraíso nunca existió y que dudo que lo haga algún día.
A veces pienso, a veces pienso que todo nunca fue tan bonito, que todo esto es algo que ha creado nuestra cabeza, que no existen los Paraísos. Pero luego mancho nuestro espejo rosa y se me pasa.
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